No se trata de denostar las apreciaciones culturales asociadas a la palabra “tía”, utilizada comúnmente para referir a las educadoras de párvulo. Esta designación se ha alimentado a lo largo del tiempo de un imaginario cultural y social de la profesión al vincularla a ciertas características interpersonales propias del quehacer: confianza, cercanía, amabilidad y, por sobre todo, cariño.
Considerar estas cualidades en el ejercicio profesional no tienen nada de malo, es más, son parte importante del conjunto de aptitudes que deben reunir las educadoras y educadores en su práctica diaria con niñas y niños al momento de establecer vínculos afectivos y sensibles que beneficiarán directamente el aprendizaje. Sin embargo, no queremos que la labor pedagógica situada en los primeros años se vea socialmente reducida única y exclusivamente a una función maternal, asistencial y de cuidado, pues si bien ello es parte fundamental del ejercicio, no logra evidenciar el carácter profesional y sustantivo del trabajo pedagógico y socioemocional que se practica.
En la actualidad podemos encontrar numerosa evidencia que afirma la relevancia que tienen los primeros años en el desarrollo integral de las niñas y niños. La modernidad trajo consigo una noción de infancia que dejó de ser la de objeto de protección para considerarla sujeto de derecho, al alero de la Convención de los derechos del Niño. En esta consideración, la labor que desempeñan las educadoras y educadores es esencial en la promoción de estos derechos, particularmente, de los principios que sustentan a los mismos: la no discriminación, el interés superior del niño, derecho a la vida y desarrollo, derecho a ser oído favoreciendo diversos canales de participación.
En su texto, Paulo Freire nos invita a reivindicar nuestro rol profesional, a validar nuestros conocimientos y aptitudes para establecer una praxis con sentido, significativa, contextualizada y a la altura de las demandas que exigen (con justa razón) las infancias. Pero también nos demanda a quienes somos educadores, a desarrollarnos constantemente en nuestro quehacer, mantener una apertura al aprendizaje, refrescar nuestros conocimientos, envolvernos en la reflexión crítica, revalorar nuestra labor levantando la voz para comunicar las injusticias y demandas de nuestros contextos si las hay.
Hace algunos meses atrás junto a mi compañera de equipo nos despedíamos de un taller basado en una metodología activa del que participé como facilitadora. Este taller estaba dirigido por primera vez a educadores iniciales y fue una oportunidad de aprendizaje y desarrollo profesional que terminó convirtiéndose en una experiencia profundamente significativa para todos quienes fuimos parte. Fue una instancia de reflexión y acción entre pares, donde las participantes nos hicimos conscientes de la importancia de refrescar la práctica educativa y configurar espacios oportunos en los que la voz de los niños y niñas se escuchara fuertemente. Y es que la sensibilidad de llevar a la sala una pedagogía de la escucha, respetuosa, observadora, se practica y se agudiza en el ejercicio permanente por validar a las infancias, sus tiempos y ritmos, su pensamiento, creatividad y los infinitos lenguajes que emplean para comunicar sus ideas.
En esta línea, el taller permitió que las educadoras participantes (mujeres todas) experimentaran por sí mismas la relevancia de acceder a una comunidad dialogante, colaboradora y crítica, una comunidad docente que discutía para llegar a una solución y, al mismo tiempo, transmitir este gran aprendizaje a los respectivos niños y niñas de sus salas. Además de salir de su zona de confort y aventurarse a navegar en un proceso de desarrollo profesional (que no es fácil), las educadoras fueron sensibles a ese encuentro tan maravilloso que nos ofrece el quehacer pedagógico entre pares profesionales y también junto a los niños y niñas. Estuvieron dispuestas a aprender con un otro, a escuchar con atención aquello tan valioso que tienen por decirnos, a colaborar, a cuestionarse, a discrepar, tomar acuerdos y llevarse nuevos desafíos y preguntas que, sin duda alguna, les permitirán remirar sus prácticas desde el rol profesional que las avala. En consecuencia, ser educadoras, maestras, gestoras de ambientes y oportunidades de aprendizaje, y no simplemente las tías del sistema educativo.
Constanza Pérez Ravanal
Iniciativa ARPA Universidad de Chile
Fuente: Constanza Pérez, Iniciativa ARPA